Los sindicatos, por el contrario, ven en estos cambios una amenaza a la situación de los empleados y asumen que esa mayor discrecionalidad va a favorecer a la empresa y a perjudicar a los trabajadores que pierden capacidad de control sobre las decisiones empresariales y poder e influencia. Creen que significará una reducción de la protección, de los derechos alcanzados, se facilitarán los despidos y por eso anuncian su rechazo.
Los argumentos de la reforma se fundamentan en tres ideas. La primera, en un entorno complejo y cambiante, las rigideces del anterior sistema de relaciones industriales dificultaban la acción directiva y tenían el efecto de limitar la competitividad. La pérdida de productividad generaba una posición competitiva débil de las empresas y ello determinaba la reducción de puestos de trabajo. Además un escenario laboral con más de cinco millones de trabajadores en paro exigía acciones innovadoras y profundas, requería buscar nuevas soluciones a los problemas seculares del mercado de trabajo. Y por último, la idea central del cambio laboral propuesto es que el aumento de la flexibilidad empresarial se traducirá en un mejor ajuste de las empresas a las condiciones del mercado, y ello significará menos despidos, la principal lacra de la economía española.
Si las empresas mejoran la asignación de recursos, actividades y calendario a las necesidades de la producción, hay más herramientas para reforzar la productividad y serán necesarios menos despidos para reducir su estructura de costes. Si se negocian reducciones salariales, la disminución de costes permitirá evitar o reducir los despidos. Si la nueva situación limita el absentismo, se mejorará la competitividad de la empresa.
La lógica fundamental de la reforma es que la flexibilidad derivada de la mayor capacidad de dirección, puede sustituir al ajuste centrado en el despido que es el que ha prevalecido hasta ahora. La reducción de empleo aumenta la productividad de forma inmediata pero, como sabemos, destruye la inversión en capital humano, debilita la credibilidad del proyecto empresarial y su coste social es elevadísimo. El camino de la flexibilidad pretende reforzar la productividad sin recurrir a tantos despidos. Hay dos riesgos importantes para que esta lógica no prospere. Por un lado, la resistencia de los trabajadores a estas medidas deriva de la falta de confianza que tienen en los empresarios. A pesar de la retórica de la concertación, en las empresas españolas predomina la desconfianza y el conflicto, y ello es así porque la mayoría de las empresas se han gestionado con poca trasparencia e información hacia colectivos distintos de los accionistas, ha habido una notable desconsideración hacia el capital humano y la jerarquía y el control han prevalecido sobre la participación y el compromiso colectivo. Y esta falta de reputación de los directivos y de confianza en que el ejercicio de su autoridad resultará en beneficio de todos, lastrará la eficacia de las medidas de flexibilidad que se puedan tomar.
El otro riesgo se deriva de que el tejido empresarial, los empresarios, prefieran continuar con soluciones sencillas pero traumáticas, el despido, frente a alternativas más complejas que requieren de capacidades directivas nuevas como el liderazgo, el diálogo y la asunción de riesgos. Un camino para reconducir la situación podía consistir en exigir también por ley, un reforzamiento de la trasparencia y la información hacia los trabajadores en las empresas españolas así como que se pongan en marcha sistemas de vigilancia y dirección, donde los empresarios expliquen y compartan con trabajadores y sindicatos, los objetivos y planes que van a desarrollar. De esta forma la estrategia empresarial no se establecería de forma unilateral sino que resultaría de un proceso de diálogo entre los principales grupos de interesados de la empresa para reforzar su competitividad.