De acuerdo con un informe de la OCDE sobre 8.000 pymes, mientras que el coste regulatorio de estas empresas en Finlandia importa un 2% del PIB generado por el sector privado, en España es un derroche que alcanza un 7,2%, siendo el más alto de los once países que abarca el estudio. La embrollada legislación europea, nacional, autonómica y municipal ha ocasionado un laberinto legal que encarece la producción de bienes y servicios.
Cuando los productos deben cumplir también el reglamento característico de cada Comunidad Autónoma, por ejemplo el que se refiere al etiquetado, la mercancía producida por una comunidad puede no servir para las demás. La consecuencia es el fraccionamiento del mercado con el consiguiente dispendio. En muchas ocasiones, para que la fabricación de un bien sea rentable, se requiere conseguir una cierta masa crítica que amortigüe los costes fijos, requisito que lo dificultan las regulaciones regionales cuando son innecesarias. Para ser competitivos, se requiere que el esfuerzo y la inversión se centren en los eslabones que generan valor en la cadena, no en los inútiles.
Soy un firme partidario del Principio de Subsidiaridad, siempre que se pueda demostrar que su acatamiento nos va a dar una mejor relación coste/calidad de servicio. Dar la prestación desde la instancia local no siempre es lo mejor. Instituir una nueva unidad administrativa autonómica, que en algunas regiones estará infrautilizada, suele ser más gravoso que la prestación de ese servicio desde un organismo nacional. Otro inconveniente es la tentación de los caciques locales a caer en corruptelas en la resolución de los concursos públicos.
¡Es tan fácil y tan patriótica la manipulación del condicionado para que la adjudicación la ganen los licitantes de casa! Cuando esta oferta no es la más ventajosa, las consecuencias son dos: el aumento del gasto público (más impuestos) y la peor competencia que acarrea la protección de monopolios locales.
Barreras administrativas
La proliferación legislativa tiene que ver con la perversa obsesión de hacerlo todo distinto, tanto a la normativa que viene del Estado, como a sus réplicas de las otras autonomías. En España, hemos construido unas barreras administrativas artificiales entre las Comunidades Autónomas, mientras los países de la UE suprimían sus fronteras.
La exacerbación del sentimiento autonómico debería enfocarse hacia una mayor eficacia a un menor coste: ¡somos capaces de hacerlo mejor, más rápido y recaudando menos tributos que el Estado!
Todavía está por verse que las competencias de un Parlamento se empleen para liberalizar sectores, en lugar de añadir normativas restrictivas.
La apertura de centros comerciales es un ejemplo: el Ministerio amplía las posibilidades y las autonomías las limitan. Hay mucho político profesional cuya parte variable del sueldo procede de las dietas devengadas por el parlamento al que pertenece. A más sesiones, más ingresos, con lo que hay que forzar la producción legislativa y las comparecencias. El problema es cuando ese afán de disponer de legislación autónoma distintiva estropea una jurisprudencia previa de más calidad.
Hay que poner coto al crecimiento de la jungla regulatoria mediante una distribución de las materias en las que cada cámara legislativa es competente. El Parlamento Europeo es el primer obligado a dar ejemplo y comprometerse a limitar su función a lo imprescindible para el funcionamiento de la UE. Resulta grotesco el virtuosismo que muestran algunos europarlamentarios cuando se afanan por añadir complejidad a todo lo que les llega desde la Comisión; parece que buscan más su protagonismo personal que la eficacia. También la Eurocámara tendría que hacer cumplir lo que legisla. La manifiesta desobediencia francesa ante los mandatos comunitarios clama al cielo.
Los parlamentos autonómicos españoles tienen un gran reto: revisar lo que han hecho las instancias superiores para restringir su labor a tramitar los aspectos complementarios que afectan significativamente a su territorio. Otro cometido debería ser la promoción de acciones que reduzcan la maraña legislativa. Soy proclive al establecimiento de incentivos para los parlamentarios que repriman con sus iniciativas el actual abuso regulatorio. Un Estado moderno debe aspirar a fomentar una ciudadanía más responsable, no a controlarlo todo mediante una sofocante burocracia.
La inteligencia legislativa se demuestra disminuyendo la burocracia, haciendo más simples los procesos, no solapándose con lo que pueden promulgar otras cámaras, y teniendo el coraje de devolver al Estado aquellas competencias que éste hará mejor. En definitiva, ahorrando costes regulatorios para que el país sea más competitivo. Concluyo expresando mi agradecimiento a Fernando Eguidazu, cuya ponencia en El Escorial ha inspirado lo que pueda haber de sugerente en estas líneas.