Y el CPE es una muestra de esa dinámica. Es un contrato de peor factura social que otro tipo de contratos, aunque no tan «basura» como se ha dicho, pues prevé garantías y condiciones de cierta razonabilidad. Pero, evidentemente, este contrato es emergente, extraordinario y singular. Está diseñado, especialmente, para dar trabajo a un porcentaje muy alto, superior al 30 por ciento de jóvenes, la mayoría inmigrantes, que tienen ante sí el duro dilema de la calle o un contrato que les permita iniciarse en el empleo. No deja de ser significativo que, en las violentas manifestaciones callejeras, los manifestantes no eran los inmigrantes jóvenes, sino estudiantes asentados en sus carreras universitarias. En un interesante resumen de opiniones en la prensa internacional, recogidas en Opinión Review, de Institución Futuro, se destaca que «los franceses se oponen a que su sociedad evolucione, aunque sean conscientes de que el modelo actual es un fracaso y se encuentra en un callejón sin salida». Y es que las protestas responden a un movimiento político y social que podría denominarse neocolbertismo, es decir, un retorno al proteccionismo, la intervención estatal y la desconfianza del exterior, que popularizó el ministro de Finanzas, Colbert, de Luis XIV.
Y es que la sociedad europea, frente a la americana, valora por encima de todo la seguridad y el bienestar, sin mucha capacidad de análisis crítico sobre las posibilidades económicas del sistema, a medio y largo plazo. Y ello puede traernos problemas.
El CPE es, en líneas generales, un trasunto del contrato de inserción laboral que quiso poner en práctica el Gobierno de Felipe González, y que tuvo enfrente, con éxito, una huelga general. Pero ahora y entonces, en clave de responsabilidad, no puede arrinconarse el tema sin más, con el epitafio de «no ha sido posible». Hay que analizar las causas del paro estructural entre la juventud, y especialmente entre los inmigrantes jóvenes -que pronto serán un problema entre nosotros- y ponerse a buscar soluciones. A grandes males, grandes remedios. No se puede, con toda probabilidad, en términos de incentivar el empleo, ofrecer un contrato de rico contenido social si la emergencia de la situación requiere soluciones también emergentes. De lo contrario, el paro será mayor o engordará la economía sumergida.
Y es que en el fondo lo que otorga optimismo, con vistas al futuro de un país, es el nivel de empuje social que los ciudadanos tengan, el papel de la sociedad civil en los proyectos sociales, la asunción de responsabilidades personales, las ganas de trabajar; el músculo social, en suma. Desde luego que a los que no pueden, por edad, discapacidad o falta de ingresos, mantener un nivel digno de vida el Estado debe ayudarles transfiriendo rentas y bienes. Pero no se puede montar todo el sistema en el Estado, con sus intromisiones en la vida privada, con sus subvenciones y con su paternalismo social. Ello lleva, como en Europa, o en parte de ella, está sucediendo, a una esclerosis social, a una falta de dinamismo cívico, que hace muy feliz al que recibe las dádivas, pero muy infeliz al que se pone a pensar «quién paga la merienda y hasta cuándo». Y lo hace infeliz porque cae en la melancolía.
En 1993 decía, en estas mismas páginas de ABC, que es un tema espinoso analizar si el desastre social del paro es consecuencia de unas determinadas políticas económicas, o si, por el contrario, las constricciones o rigideces laborales son la palanca de la crisis económica. Vaya por delante que nuestra sociedad europea, nuestra sociedad española, no tiene resortes ni espitas que aguanten situaciones sociales límite. Ojo, por tanto, a colocar la meta sólo en el dato económico. Pero, sin duda, el garantismo laboral es más propio de situaciones de bonanza que de crisis económica. El consejo teresiano «en tiempo de crisis no hacer mudanzas» hay que aplicarlo aquí como excepción. Hay que hacer mudanzas y cambios laborales que garanticen la estabilidad y el avance del sistema.
Y, sobre todo, como telón de fondo, un salir de la cuna del Estado, un renacer de los impulsos vitales, un mirar a sí mismo sin esperarlo todo de otro. Hay que levantarse cada día con fe en uno mismo y en la sociedad que nos acoge, pero sin poner la meta en la «subvención», salvo cuando sea realmente necesaria.